Thursday, February 16, 2006

El amor no muere. No puede suceder así cuando se trata de nosotros, de mí, de la forma como llegaste a mi vida y me regalaste una primera mirada. No recuerdo quien miró primero a quién, no sé si la precisión de ese detalle sea ahora lo importante. Los recuerdos se vuelven difusos, me desgastan, necesito perderte, olvidarme, pensar que nunca te he amado.
Dejabas latiendo mi corazón con una fuerza que no creía posible, me sobrecogía esa novedad, verte cruzar mi camino casualmente, como si fueses un regalo acompañado por una tímida sonrisa. Esa nueva sensación me devolvía el aire, me acompañaba las mañanas y las tardes, alejaba la soledad, te volvía mi principal aliado en la tristeza, me hacia sentir bella, amable, me devolvía a mi estado de felicidad original. La hostilidad era la locura Nicolas, el odio, la ira que acumulaba en ese territorio insulso y sediento de oralidad, era la hostilidad que aprendí a devolver con la mirada en ese espacio que me trataba con desprecio sin darme explicación alguna. Sentía varias miradas injuriosas cernirse sobre mí, no sabía explicar el hecho, no poseía las palabras para procesar lo que pasaba, apenas empezaba a comprender la existencia del discurso suciamente bifronte de aquella ciudad, de aquel espacio que me arrancaba la inocencia con crueldad antes de empezar a cambiar con tardanza. La hostilidad era el odio a cierta gente, a un inteligente actor amante del teatro que una vez me vio a los ojos hecha trizas y en lugar de conversar conmigo, de tenderme la mano, se apresuró a volverse poeta burlándose de mis lágrimas, ennegreciendo con su tinta mi dolor. Había demasiado barullo a mi alrededor, demasiada intranquilidad a mi paso. Yo era entonces una muchacha ingenua que apenas empezaba a aprender el abecedario y a contar las letras.
Después de él vinieron los demás, alguna especie de polémica que giraba en mi entorno y no comprendía con precisión, pero si sentía, percibía su maltrato en los ojos de mucha gente a diario. Aquello me hería sin pronunciar palabras, agotaba mis viajes diarios hacia Pando, me cansaba, sí, me cansaba. Se me acercaban los titulares de los libros que leía como si fuesen elaborados por un medio de prensa amarilla, por gente con muchas ganas de vender noticias frescas y de hacer fiesta. Me enredaba tanto "azar", me empujaba a desvariar a menudo; sobre todo me dañaba, hería mis bárbaros pies descalzos y mis ojos llenos de inocencia. Yo, una muchacha ingenua y silvestre caminando siempre sola, con esa crónica enfermedad a cuestas, cargada de mar, humillada por un espacio al que no pertenecía, al que llegué decidida más tarde para intentar comprender lo que mis ojos ciegos no veían, me sentía juzgada sin respeto, injuriada por la oralidad comunicativa de aquel viejo e insulso pueblo que murmuraba a mi paso y empezaba a cambiar contigo más tarde ¿Cómo no enojarse, ser hostil entonces? Caminaba herida...
De entre todos ellos, sólo una habló de una tristeza lejana, parecía comprenderme. A veces lamento que a aquella tampoco pudiese leerla, aún no he comprado sus libros. No existen suficientes libras en mis bolsillos para hacerlo, apenas unas cuantas para comprar el pan de cada mañana. En esa época, apenas leía los titulares de aquellos otros periódicos vestidos como libros, mientras la miraba a ella desde lejos, bello cabello ondulado, bonita sonrisa, temerosa yo, observada a veces como objeto de feria.
La verdad siempre había surgido de los libros cuando era niña y yo les creía. Siempre les creía Nicolas. Los libros no mienten, poseen sabiduría me había dicho Sor Noris. Y yo le creía, las monjas como ella nunca mienten. Y, por analogía, creía que los poetas tampoco podían hacerlo. Me destrozaba tanto verme caminar a través de un espejo deforme, violento. La vida no era una broma para mí, no lo es, nunca lo ha sido. La vida dolía, aún duele con una intensidad insoportable, me destrozaba por dentro y por fuera, volvía grises mis recuerdos, me dañaba sin piedad. Y yo callaba, callaba, callaba, como todos esos años en esa vieja casa mía a la que siempre he vuelto. Pero mis lágrimas nunca han callado, no se sujetaban a mi silencio, a mis labios mudos, a mi deseo de ignorar palabras necias. Me enfurecía y me dañaba tanto. Fue entonces cuando te conocí, mirada desnuda. Eras tú, me mirabas, me llamabas niña.

Eres el mejor perseguidor de mis pasos, el que me conoce como nadie, el que tiene en sus manos mi corazón como si fuese su dueño. Equivocarse un poco en el camino carece de importancia. Detuviste a tiempo la destrucción de los días. Tantas veces me pregunto que fui para ti, tal vez uno de aquellos experimentos para la clase de ciencias, o quizá... No, no sabía que me buscabas, que caminabas tras mis huellas por caminos circulares. Cuando llegaron tus cartas a mis manos, te lloré tres noches seguidas y guarde tu fotografía en mi mesita solitaria para tenerla siempre cerca. Aquella noche que tus cartas llegaron a mí, con una deuda creciente para el paciente cartero, recordé tu mirada en la feria, cuando yo aún no las había leído y te quería, cuando no sabía lo que me esperaba. Recordé todo mientras te leía, una a una las cosas iban encontrando sus sentidos, sus tímidas explicaciones, sus amores y sus odios, los rencores que me había ganado sin saberlo y también una súplica que hice mía. Volvía a tu fotografía y dejaba de leer por el dolor, las letras se tornaban borrosas, desfiguradas en mis ojos, aguaban las cartas que duermen conmigo desde entonces. Había decidido partir, te lo había dicho y me respondiste mal, siempre respondías mal y no me daba cuenta. Yo suspendí mi partida sólo por ellas, para volver a verte, para hablar de lo que en ellas me decías cuando fuera el tiempo de volver, como tú me lo habías pedido. Alguién más volvía posible ese regreso.
Tus cartas acumulaban extensas declaraciones de amor y las creía todas. Luego fue el desastre. Tu puño y letra empezaba a acumular la gloria, pero la gloria tenía su precio. Desvirtuaba el amor con volverlo desnudo, expuesto en un salón de miradas. Vivíamos en un pueblo tan chico, en un infierno oralizado tan grande y las noticias llegaban, era así de inevitable. Quería volverme sorda, ciega, sabía que no era la única destinataria, lo había visto y supe comprobarlo desde mi quietud; pero, comprenderlo, saber todo lo demás ajaba mi ser. Ha pasado tanto tiempo ahora, tanto tiempo y aún no te vas.

Hoy, después de caminar un poco perdida al encontrar tu nombre unos renglones más arriba del mío, me encontré con una vitrina que tenía colgado un bello texto que me hablaba:

"Hay bajo el sol un momento para todo,
y un tiempo para hacer cada cosa:
tiempo para nacer, y tiempo para morir;
tiempo para plantar, y tiempo para arrancar lo plantado;
tiempo para matar y tiempo para curar;
tiempo para demoler y tiempo para edificar;
tiempo para llorar y tiempo para reír;
tiempo para gemir y tiempo para bailar;
tiempo para lanzar piedras y tiempo para recogerlas;
tiempo para los abrazos y tiempo para abstenerse de ellos;
tiempo para buscar y tiempo para perder;
tiempo para conservar y tiempo para tirar fuera;
tiempo para rasgar y tiempo para coser;
tiempo para callarse y tiempo para hablar;
tiempo para amar y tiempo para odiar;
tiempo para la guerra y tiempo para la paz.
Al final: ¿qué provecho saca uno de sus afanes?
Eclasiástes 3, 1-9

Creo que es tiempo para mí. Creo que es tiempo.

Con su último periódico amarillo, comprendí que Giniano Luquermont no es ningún poeta, tal vez basura "intelectual" incapacitada de sentir vergüenza, incapaz de pedir disculpas. Muy hábil eso sí, para burlarse y "poetizar" mediocremente sobre algo que no conoce, de sonreír con sorna en las escaleras, mientras espera mis reacciones por su "gran descubrimiento", pobre iletrada. Eso fue lo que hizo el verano pasado en que conversaba con Inecita Roncagliolo en la vecindad de Arte muy cerca al colegio de Ciencias, él se sentaba a observarnos con "disimulo" desde su lugar. No soporté la molestia y decidí despedirme, Inecita lo notó y volteó a mirarlo, yo jamás dije nada, tan solo decidí marcharme. Con el tiempo, camino a casa, después de la lectura de aquel último bodrio suyo, que una de tus más leales amigas puso en mis manos, comprendí que Luquermont con cuchillo en mano me había mentido a la cara y a los ojos con desvergüenza. Los poetas no mienten Nicolas, eso pensaba. Pero claro, él no es poeta, apenas un actor presto al disimulo, uno que me mintió en plena calle, aquella vez que lo abordé muy cansada, tiempo antes de la llegada de tus cartas. Tengo un testigo. Por eso, mucho después, cuando andaba enojada contigo, aquella vez que iba de salida por ese camino de los senderos que se bifurcan en nuestro pueblo, lo miré con indiferencia, sin darle demasiada importancia. Le creía hasta entonces. Pensaba en la posibilidad de la honestidad de sus palabras, en lo que me dijo y escuche con atención. Después de todo, una vez lo vi brillar en nuestra clase de Literatura Griega y le creía, necesitaba hacerlo. Pero, y ¿luego? Uds. mirándolo así, parecían saber algo que yo no sabía, mis vecinos amigables protegiéndome de pronto, convertidos en mis aliados invisibles. No era difícil empezar a atar los hilos, todo aquel improperio sobre mi persona desde gente que no me conocía, empezaba a marchar bajo una posible explicación. Empecé a trazar mis propias conjeturas en función a cada una de las cosas que yo había vivido, a cada uno de los rostros que recordaba, cada una de las miradas llenas de desdén entre la gente de su alrededor, y también de aquellas otras debatiéndose con él. Aún sigo atando cabos...

Después de todo, ¿a qué venía aquella lectura exegética de su amado mentor en nuestras clases?, la explicación sobre la atención a la fidelidad de las intenciones del autor en las interpetaciones del texto, ese, esos, que el mismo se encargaba de explicar para volvernos expertos en su materia? Y, luego, ese título "poético" que el maldito cabro de mierda le había puesto con introducción explicativa y todo. Me he puesto a cavilar hacia dónde iba aquello de verlo correr avergonzado y evadiéndome los caminos, evitando verme, incapaz de mirarme como lo hacia antes sin yo poder comprenderlo, por qué se corría cuando andaba yo tranquila en compañía de Aníbal? Justicia poética, me dijeron algunos nuevos vecinos. Yo no comprendía. Pero he cogido los libros uno a uno desde aquella jornada. He empezado a leerlos ¿Sabrá disculparse él alguna vez? ¿Sabrá hacerlo? ¿Sabrá devolverme esta ciudad todo aquello que me ha robado?
Igual es tiempo para mí. Es tiempo.

Vanessa

*15 de febrero de 2006 (7:36pm) -

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