Así, semestre a semestre junto al primer libro gordo que leí -y que no fue precisamente el Don Quijote de Cervantes sino Raíces, una ahora vieja edición de minúsculas letras empaquetadas en 470 páginas que hablaban de la historia del Kunta Kinte de Alex Haley, un best-seller que pertenecía a mamá-, yo fui colocando los otros libros que fueron llegando a acompañarme las tardes y a empezar a transcurrir en mis manos. Mis libros eran generalmente nuevos, pues solía tener poca suerte en mis primeros intentos de buceo en el mundo del Libro Viejo en lugares como Amazonas, a Quilca aprendí a ir muy tarde. Mi mala suerte era tanta, que empecé a preferir el olor virgen e inmaculado de algún libro nuevo rescatado entre los viejos o de segunda mano, sobre todo por la poco que era dada a negociar precios con un hábil vendedor de libros cuyas mañas no sabía comprender, no sé si por inocente o por tonta. Aunque claro, más tarde si pude conseguir por allí ciertos tesoros que felizmente aún conservo: mi Iliada y Odisea, en una versión pequeña de Editorial Aguilar; mi edición en versión bilingüe del Hamlet de Shakespeare, uno de los tres tomos de las Obras Completas de mi amado Dostoievsky y uno de los tomos de la edición de Obras Completas de Cervantes, ambas en aquel papel biblia de la editorial aguileña.
Junto a aquellos libros de mi selección fui atesorando muchas horas de lectura silenciosa y mirando hacia atrás y hacia adentro aquel año en que me convertí en una creciente lectora de novelas, aquella niña de nueve años que dejaba los cuentos infantiles y las revistas/chistes de intercambio a trueque entre sus compañeras durante las horas de ocio en la primaria. Ya la hermana Noris, una monja colombiana que me adoraba en mi escuela de la infancia, me había hecho notar que la biblioteca era un mundo más rico que el de las historietas que yo solía leer por cientos junto a Edith y Rosario, y me tentaba a caminar por ese nuevo mundo abriéndome las puertas de una vieja biblioteca que no terminé de animarme a cruzar sino más tarde.
Recordaba mis nueve años. Sí, mis nueve años junto a una novelita francesa en edición española con un título absurdo y una contratapa casi deshecha que yo parché artesanalmente apenas Marilyn, otra amiga de esa etapa, decidió regalarme al encontrarme entusiasmada (a cambio, creo, de algún caramelo o galleta). El librito se llamaba Yo maté a mi hijo y era la historia lacrimógena que me sufrí todo ese verano en Magdalena, mientras intentaba imaginar que el barranco abandonado que yo iba a observar en las tardes de soledad y tristeza en que extrañaba a mi madre podría parecerse, con un poco de suerte, al hermoso acantilado europeo de la novelita que yo me sufría; y que, de otro lado, mis gallinazos, un poco mejor mirados, eran una aves tan lindas como los frailecillos, gaviotas y demás preciosos pájaros que aquella tristísima historia mencionaba y describía en sus momentos más célebres. La novelita aún la conservo con cariño, tengo miedo a releerla y perder el encanto de entonces, pero supongo que alguno de estos días terminaré por hacerlo.
Más tarde, cuando faltaron los libros, lo que en ciertos años ocurrió a menudo, yo tenía una abuelita materna a la que le encantaba narrar historias. Ella continuaba con mejores atenciones la labor de mamá. No contaba el único cuento que recuerdo de los varios que nos leyó a mis hermanos y a mí mi madre, en alguna noche de navidad chorillana: el “Alí Babá y los cuarenta ladrones” de la Colección Roja de Tesoros de la Juventud de la editorial Océano. Abuelita Cleofé era una mujer llena de historias sobre el mundo andino al que pertenecía y ocupaba ese lugar de atención central durante los apagones de la segunda mitad de los 80´ que yo solía temer en mis salidas a casa de mi madre. Siempre hubo modo de canalizar historias en mi vida, sino era la literatura escrita, había historias orales en boca de muchas de las mujeres que conformaban mi familia materna. De modo que cuando terminaba los pocos libros de la escuela y salía de vacaciones, empezaban las radionovelas de Radio La Crónica que escuchaban mis primas hermanas en una vieja Panasonic de mi madre; las variopintas historias del campo de abuelita Cleofé y los comentarios y narraciones de las películas hindú que mis primas Miryam y Amada solían ir a ver, y nos relataban con entusiasmo hasta altas horas de la noche en base a una sensibilidad que contagiaba mis pequeños ojos.
La continuación hacendosa y femenina continuó en Mujercitas, aquel libro de Louisa May Alcott, en una versión absurdamente incompleta y sin mayor fortuna que me regaló mi madre al cumplir los 11, el segundo después del que me regalara a los 6: el pequeño Nuevo Testamento en el que me prometía encontrar la orientación que ella no podría darme, y se aventuraba a señalar que yo podría encontrar en base a una lectura concienzuda de El libro de los Salmos. Poco después de aquel libro que me recuerda ciertos perfume que mi madre compró para sus dos hijas, estuvieron los cuentos de Edgar Allan Poe: El escarabajo de oro, Los crímenes de la Rue Morgue, El misterio de Marie Roget y La carta robada; varios de los cuentos e historias incluidas en la colección roja de Océano; y por fin Mi planta naranja-lima de José Mauro de Vasconcelos y El diario de Ana Frank; además de narraciones breves de Mario Vargas Llosa, recuerdo al azar Los cachorros; mi conocimiento de Bryce Echenique, Enrique Congrains y varios escritores de la Lima de los 50´, como aquel genial Julio Ramón Ribeyro que me ha durado toda la vida. La coronación de ese gusto entresacado de otras lecturas que hice y no resultan de trascendencia memorable, se dio con Fuente Ovejuna de Lope de Vega, La vida es sueño de Calderón de la Barca, además de textos escogidos de Miguel de Unamuno que yo aprendí a leer por la admiración que sentía hacía mi hermano mayor, un ser humano demasiado sensible a la palabras, un Javier callado y afligido por alguna historia que nunca pudo contarme pero que yo siempre estuve empeñada en comprender para acercarme a él. Menciono libros significativos en mis recuerdos de la secundaria y mi admiración paralela por el mundo de Javi, porque tal vez esa necesidad de acercamiento fue más fundamental que los propios libros. Mi intención era intentar comprender sus modos de pensar, sus tristezas, acercarme a sus pensamientos durante nuestra adolescencia problemática y a todas las cosas que le escuché pronunciar una y otra vez con una pasión que yo todavía menor no comprendía.
A veces me supongo que yo intento rescatar en mí la lucidez del Javier de entonces, del adolescente afligido buscando consuelo en las palabras, salvándose y atormentándose también, de mi hermano brillante, del mejor alumno del colegio en la secundaria mucho antes de su enfermedad definitiva. No sé en qué momento él abandonó los libros y yo continué angustiada con ellos mi camino, tal vez si lo sé pero prefiero no recordar aquello asi. Si sé que terminé en una universidad frente a la mejor Biblioteca del Perú y algo me empujo a continuar haciéndolo desde allá.
Tal vez quiera terminar esta anécdota cerrando con lo que empecé a contar en el principio, mi pasada ansiedad irrefrenable por comprar y leer libros. Recuerdo haber leído y llenado junto a ellos muchas horas de soledad y reflexión productiva, de recogimiento y descubrimiento del pensamiento de autores con los que tenía ocasión de profundizar a mis anchas, en tanto estos iban necesitando más y más espacio en mi estante de libros. Ese impulso fue frenado indefectiblemente hace un año por causa de un robo sufrido en mi penúltima mudanza. Extraño de esa biblioteca fenecida mi preciosa colección de literatura griega (tragedias y comedias) con obras de Esquilo, Sófocles, Eurípides y las comedias de Aristófanes que no alcance a terminar de leer. Los dos tomos de mis Obras Completas de Dostoievsky que cuidaba tanto, y del que sólo queda un tomo salvado de milagro; todos mis libros de Sábato que sé ya nunca podré recuperar; el Ulyses de Joyce, la colección de Arguedas y de Vallejo, además de mi libro de poesía completa de Huidobro. Los otros varios títulos que me fueron robados y que prefiero no empezar a recordar ahora, imagino estarán en algún lado, tal vez en manos del mismo taxista que me los robó y cometió aquel flagrante delito. La peor fechoría imperdonable debe ser robar libros ajenos, pienso; pero a veces, una poca de piedad me anima a creer que tal vez mis libros fueron a parar a unas buenas manos y mejores ojos que le sacan provecho y los aprecian tanto como yo. A veces imagino que a las de los hijos del taxista y entonces ya no me entristece tanto la idea, entonces puedo intentar perdonarlo.
De la biblioteca que queda, la que nunca se mudó de casa, entresaco una antología bilingüe de poesía italiana y recuerdo a Cesare Pavese. Prometí dejar una par de poemas a Fernando, pero ya que este texto es inmenso y hace rato que me desvié del tema, dejaré sólo uno de los dos que prometí. Abajo lo dejo y me voy a descansar antes del fin de este día.
La casa
El hombre sólo escucha la voz serena
con la mirada entreabierta, como si un respiro
le alentase en la cara, un respiro amigo
que resurge, increíble, del tiempo ido.
El hombre sólo escucha la voz antigua
que sus padres, en los tiempos, han oído, clara,
y recogida, una voz que como el verde
de los remansos y de las colinas oscurece en la noche.
El hombre sólo conoce una voz de sombra,
acariciante, que brota en los tonos serenos
de un manantial secreto: la bebe entre tanto
ojos cerrados, y no parece que los tuviera cerca.
Y la voz que un día detuvo el padre
de su padre, y alguien de sangre muerta.
Una voz de mujer que suena secreta
en la puerta de la casa, al caer la oscuridad.
5 comments:
El otro poema:
Tú eres como una tierra
que nadie ha conocido.
Tú no esperas nada
sino la palabra
que brotará del fondo
como una fruta entre las ramas.
Hay un viento que te alcanza.
Cosas secas y extenuadas
te ocupan y van en el viento.
Miembros y palabras antiguas.
Tú tiemblas en el verano.
29 octubre 45
Cesare Pavese
Vaya crónica literaria!
Recuerdo que también empecé con una novelita francesa a los 9 años. Fue El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry. Desde entonces, he releido el libro en un número cercano a diez, y siempre me trae recuerdos de niñez.
Recuerdo que luego seguí con muchos mas. Era un devorador de libros, aunque todo eso cambió bastante cuando le daba a la universidad. Permití, lamentablemente, que los cursos de ingeniería opacaran mi antiguo gusto por la lectura.
Varios de los libros y novelas que has mencionado también han pasado frente a mis ojos, aunque hay algunas lamentables excepciones, como la de Raíces, de la que solo pude ver la serie de TV, que por cierto es muy buena.
Mi planta de naranja-lima, El diario de Ana Frank, La vida es sueño, entre otras... buenas.
De los poemas, me agradó mas La casa. Gracias por ellos. Me pregunto si en italiano guardarán la rima. Motivo para investigar.
Buena crónica!
Saludos.
Fernando
Tremendo rollazo!!
Cosa curiosa, yo fui armando mi pequeña biblioteca desde el colegio, sin darme cuenta.
Adoro ir a Amazonas o a los sitios caletas del centro, huaqueando y encontrar buenos libros.
Que pena lo del robo a tu biblioteca.
Habrá que ir consiguiendo poco a poco los textos faltantes.
Saludos y suerte en la búsqueda.
Cosa curiosa, yo fui armando mi pequeña biblioteca desde el colegio, sin darme cuenta.
Adoro ir a Amazonas o a los sitios caletas del centro, huaqueando y encontrar buenos libros.
Que pena lo del robo a tu biblioteca.
Habrá que ir consiguiendo poco a poco los textos faltantes.
Saludos y suerte en la búsqueda.
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