Thursday, April 20, 2006
El silencio de los corderos
Por Hubert Lanssiers
Era un monolito.
En medio de la agitación frenética que caracterizaba, en ese entonces al terraplén de Lurigancho, donde hordas de rufianes, cargados de lanzas y chavetas iban y venían, se interpelaban, se congregaban y dispersaban; arrastraban ollas, catres y esteras como los griegos melenudos a punto de iniciar el asalto a Troya, este hombre de 45 años, alto, rubio, se erguía, inmóvil, petrificado, como la estatua del más absoluto estupor.
Había sido arrestado mientras efectuaba una diligencia en no sé qué oficina pública y traído, esposado, a este planeta de escorpiones iracundos.
El “caso” era trivial. Se buscaba a un joven de 22 años, de raza negra, que tenía el mismo apellido que él. La administración se demoró seis días de reconocer que el producto no correspondía a la etiqueta.
Cuando empecé a interrogar al señor, parecía emerger del limbo. Se puso a recuperar, lentamente y con esfuerzo, estas pobres tiras de información que constituyen la identidad de una persona, como si estuvieran medio borradas y pertenecieran a una vida anterior, vagamente recordada.
Esta ruptura de la identidad, esta mutación repentina de un inocente proclamado culpable, con tambores y trompetas y pregoneros, constituye la primera explosión que desintegra la coherencia de una vida. Es como un accidente de tránsito; el conductor se dirige apaciblemente a su casa cuando es embestido por un vehículo loco y, de repente, despierta en el hospital con la columna vertebral seccionada.
Se ha producido lo irreversible.
Aquí se inicia este proceso inicuo que los anglosajones llaman character assassination: el tuteo humillante, el atropello, la promiscuidad, la lenta disgregación de la dignidad propia y de la imagen que uno tenía de sí mismo.
La miseria del Poder Judicial, con sus carceletas inmundas, sus jueces con medallas de latón y sus fiscales que no han leído el expediente, contribuye a fabricar esta atmósfera de teatro provinciano donde unos actores solemnes masacran el libreto mientras que la platea se atiborra de pop-corn.
Esta sensación de futileza, esta impresión que uno tiene de ser una plastilina, un objeto manipulable, formable y deformable por cualquier administración que ignora todo acerca de lo que uno es, de su historia y de sus trabajos, de las circunstancias y de los eventos que lo modelaron, de sus amores y de sus amistades, de esta lenta sedimentación de pensamientos, de acciones y de impresiones que poco a poco, elaboraron su substancia; esta impresión de haberse convertido en un plancton pasivo, en espuma vomitada en la playa; todo esto erosiona la personalidad de un hombre que tenía, hasta ahora, la convicción de ser único y que descubre que, de hecho, es un producto descartable, la materia prima triturada por una monstruosa maquinaria que ni siquiera tiene conciencia de su propia existencia.
Entonces, nace el miedo; un miedo insidioso y sofocante que destruye todos los mecanismos de defensa.
La compacta y absoluta indiferencia de este sistema resulta mucho peor que una hostilidad declarada porque ni siquiera niega la existencia del individuo, sino que la ignora y el hombre se confunde con la garúa, se diluye en ella, desaparece. Es el natch und nebel, la noche y la neblina.
En el marxismo y, por consiguiente, en Sendero, existía y existe una manera puramente “objetiva” de tratar los problemas humanos que sacrifica, a un ideal teórico de liberación colectiva de la humanidad, el destino de cada persona particular considerada como cantidad neglegible. Es un método que se niega a tomar en cuenta la cantidad humana, la pretensión a la existencia individual, la conciencia del “yo”, y que considera a cada hombre como un factor, positivo o negativo, que se puede utilizar o eliminar, un instrumento o un obstáculo en el camino de las conquistas revolucionarias. Este concepto que, por lo menos, tiene la ventaja de ser expresado claramente en una teoría analizable y, por lo tanto, susceptible de ser combatida, ha infectado, como el virus del sida, la mentalidad de todas las sociedades que se proclaman antimarxistas y herederas de una tradición “occidental y cristiana”. La diferencia esencial estriba sólo en el vocabulario; los primeros asesinan al individuo por las armas, los otros por la indiferencia. El poder pertenece a los sonámbulos.
Después de este ablandamiento, de esta reducción a la insignificancia, el enfermo, debilitado, se pone a flotar en el marasmo de la duda. “Si todo el mundo me acusa, quizá sea realmente culpable”.
Existe un procedimiento de acumulación de “pruebas” que ahoga al acusado. El simple hecho de ser requisitoriado o llevado frente a un comisario, un fiscal, un juez, constituye de por sí, una presunción de culpabilidad.
La declinación de las “generales de ley”, extraño término, que el escribano de servicio tipea laboriosamente ya nos devuelve al pecado original. El nombre del padre y la madre, el lugar donde uno nació, los estudios que uno hizo o no hizo, los olvidos y los recuerdos, todo este strip-tease obligado perturba al auténtico inocente que nunca tuvo la ocasión de pisar un pretorio, lo remite al universo oscuro de los antiguos tabúes que uno se exponía a transgredir sin conocerlos: “has pecado desde el seno de tu madre”. La civilización de los culpables, que es la nuestra, desempeña aquí un papel nefasto. Eres culpable y que todo el mundo lo es desde que Adán y Eva fueron expulsados del paraíso.
El inventario de detalles insignificantes e inconexos sirve para confeccionar un rompecabezas incoherente que se transforma en “prueba fehaciente”.
El aura que emana de las instituciones del Estado y, en particular del poder judicial, con sus símbolos, con sus ritos y encantamientos, es tan poderoso, que ejerce sobre los incautos e inocentes, una especie de hechizo.
Nicolás Berdiaeff describía muy bien este fenómeno al escribir en El reino del Espíritu y Reino del César: “El misterio del poder, el misterio de la obediencia de los hombres a quienes encarnan el poder, no ha sido, hasta hoy, suficientemente aclarado: ¿por qué un inmenso número de hombres que tienen la ventaja de la fuerza física se pliega a la voluntad de un hombre solo, o de un puñado de hombres, cuando estos hombres encarnan el poder? Hasta un simple agente de policía suscita otros sentimientos que un hombre vestido de paisano. Lo mismo que en el pasado, los hombres se inclinan a pensar que existe un sacramento del poder. Aquí se manifiesta evidentemente una supervivencia de la antigua esclavitud, que no ha sido enteramente superada ni en las democracias. Las autoridades del Estado pueden gobernar muy racionalmente al pueblo, pero al principio mismo del ejercicio del poder es perfectamente irracional”.
El embrujo, paradójicamente, no funciona con los alegres bribones que saben, por experiencias repetidas, con qué ingredientes se prepara la sopa; para los demás, es una tragedia: el desmoronamiento de la personalidad.
Se adivina la duda en la mirada esquiva de los conocidos, se escucha la famosa vox populi, la misma que condenó a Sócrates y reclamó la crucifixión de Cristo; voz santificada, ampliada todavía por los medios de comunicación masiva. La intimidad de la persona se ofrece a la curiosidad de los mirones como trapos de segunda mano desplegados en la vereda; uno espía, en sí mismo, las primeras manifestaciones de los síntomas de la lepra.
Kierkegaard lo resumía todo cuando decía: “El individuo, en su angustia, no de ser culpable, sino de ser considerado como tal, se convierte en culpable”.
La responsabilidad de los jueces es terrible porque clama, más ensordecedor que las manifestaciones de protesta o los motines, el silencio de los corderos.
Era un monolito.
En medio de la agitación frenética que caracterizaba, en ese entonces al terraplén de Lurigancho, donde hordas de rufianes, cargados de lanzas y chavetas iban y venían, se interpelaban, se congregaban y dispersaban; arrastraban ollas, catres y esteras como los griegos melenudos a punto de iniciar el asalto a Troya, este hombre de 45 años, alto, rubio, se erguía, inmóvil, petrificado, como la estatua del más absoluto estupor.
Había sido arrestado mientras efectuaba una diligencia en no sé qué oficina pública y traído, esposado, a este planeta de escorpiones iracundos.
El “caso” era trivial. Se buscaba a un joven de 22 años, de raza negra, que tenía el mismo apellido que él. La administración se demoró seis días de reconocer que el producto no correspondía a la etiqueta.
Cuando empecé a interrogar al señor, parecía emerger del limbo. Se puso a recuperar, lentamente y con esfuerzo, estas pobres tiras de información que constituyen la identidad de una persona, como si estuvieran medio borradas y pertenecieran a una vida anterior, vagamente recordada.
Esta ruptura de la identidad, esta mutación repentina de un inocente proclamado culpable, con tambores y trompetas y pregoneros, constituye la primera explosión que desintegra la coherencia de una vida. Es como un accidente de tránsito; el conductor se dirige apaciblemente a su casa cuando es embestido por un vehículo loco y, de repente, despierta en el hospital con la columna vertebral seccionada.
Se ha producido lo irreversible.
Aquí se inicia este proceso inicuo que los anglosajones llaman character assassination: el tuteo humillante, el atropello, la promiscuidad, la lenta disgregación de la dignidad propia y de la imagen que uno tenía de sí mismo.
La miseria del Poder Judicial, con sus carceletas inmundas, sus jueces con medallas de latón y sus fiscales que no han leído el expediente, contribuye a fabricar esta atmósfera de teatro provinciano donde unos actores solemnes masacran el libreto mientras que la platea se atiborra de pop-corn.
Esta sensación de futileza, esta impresión que uno tiene de ser una plastilina, un objeto manipulable, formable y deformable por cualquier administración que ignora todo acerca de lo que uno es, de su historia y de sus trabajos, de las circunstancias y de los eventos que lo modelaron, de sus amores y de sus amistades, de esta lenta sedimentación de pensamientos, de acciones y de impresiones que poco a poco, elaboraron su substancia; esta impresión de haberse convertido en un plancton pasivo, en espuma vomitada en la playa; todo esto erosiona la personalidad de un hombre que tenía, hasta ahora, la convicción de ser único y que descubre que, de hecho, es un producto descartable, la materia prima triturada por una monstruosa maquinaria que ni siquiera tiene conciencia de su propia existencia.
Entonces, nace el miedo; un miedo insidioso y sofocante que destruye todos los mecanismos de defensa.
La compacta y absoluta indiferencia de este sistema resulta mucho peor que una hostilidad declarada porque ni siquiera niega la existencia del individuo, sino que la ignora y el hombre se confunde con la garúa, se diluye en ella, desaparece. Es el natch und nebel, la noche y la neblina.
En el marxismo y, por consiguiente, en Sendero, existía y existe una manera puramente “objetiva” de tratar los problemas humanos que sacrifica, a un ideal teórico de liberación colectiva de la humanidad, el destino de cada persona particular considerada como cantidad neglegible. Es un método que se niega a tomar en cuenta la cantidad humana, la pretensión a la existencia individual, la conciencia del “yo”, y que considera a cada hombre como un factor, positivo o negativo, que se puede utilizar o eliminar, un instrumento o un obstáculo en el camino de las conquistas revolucionarias. Este concepto que, por lo menos, tiene la ventaja de ser expresado claramente en una teoría analizable y, por lo tanto, susceptible de ser combatida, ha infectado, como el virus del sida, la mentalidad de todas las sociedades que se proclaman antimarxistas y herederas de una tradición “occidental y cristiana”. La diferencia esencial estriba sólo en el vocabulario; los primeros asesinan al individuo por las armas, los otros por la indiferencia. El poder pertenece a los sonámbulos.
Después de este ablandamiento, de esta reducción a la insignificancia, el enfermo, debilitado, se pone a flotar en el marasmo de la duda. “Si todo el mundo me acusa, quizá sea realmente culpable”.
Existe un procedimiento de acumulación de “pruebas” que ahoga al acusado. El simple hecho de ser requisitoriado o llevado frente a un comisario, un fiscal, un juez, constituye de por sí, una presunción de culpabilidad.
La declinación de las “generales de ley”, extraño término, que el escribano de servicio tipea laboriosamente ya nos devuelve al pecado original. El nombre del padre y la madre, el lugar donde uno nació, los estudios que uno hizo o no hizo, los olvidos y los recuerdos, todo este strip-tease obligado perturba al auténtico inocente que nunca tuvo la ocasión de pisar un pretorio, lo remite al universo oscuro de los antiguos tabúes que uno se exponía a transgredir sin conocerlos: “has pecado desde el seno de tu madre”. La civilización de los culpables, que es la nuestra, desempeña aquí un papel nefasto. Eres culpable y que todo el mundo lo es desde que Adán y Eva fueron expulsados del paraíso.
El inventario de detalles insignificantes e inconexos sirve para confeccionar un rompecabezas incoherente que se transforma en “prueba fehaciente”.
El aura que emana de las instituciones del Estado y, en particular del poder judicial, con sus símbolos, con sus ritos y encantamientos, es tan poderoso, que ejerce sobre los incautos e inocentes, una especie de hechizo.
Nicolás Berdiaeff describía muy bien este fenómeno al escribir en El reino del Espíritu y Reino del César: “El misterio del poder, el misterio de la obediencia de los hombres a quienes encarnan el poder, no ha sido, hasta hoy, suficientemente aclarado: ¿por qué un inmenso número de hombres que tienen la ventaja de la fuerza física se pliega a la voluntad de un hombre solo, o de un puñado de hombres, cuando estos hombres encarnan el poder? Hasta un simple agente de policía suscita otros sentimientos que un hombre vestido de paisano. Lo mismo que en el pasado, los hombres se inclinan a pensar que existe un sacramento del poder. Aquí se manifiesta evidentemente una supervivencia de la antigua esclavitud, que no ha sido enteramente superada ni en las democracias. Las autoridades del Estado pueden gobernar muy racionalmente al pueblo, pero al principio mismo del ejercicio del poder es perfectamente irracional”.
El embrujo, paradójicamente, no funciona con los alegres bribones que saben, por experiencias repetidas, con qué ingredientes se prepara la sopa; para los demás, es una tragedia: el desmoronamiento de la personalidad.
Se adivina la duda en la mirada esquiva de los conocidos, se escucha la famosa vox populi, la misma que condenó a Sócrates y reclamó la crucifixión de Cristo; voz santificada, ampliada todavía por los medios de comunicación masiva. La intimidad de la persona se ofrece a la curiosidad de los mirones como trapos de segunda mano desplegados en la vereda; uno espía, en sí mismo, las primeras manifestaciones de los síntomas de la lepra.
Kierkegaard lo resumía todo cuando decía: “El individuo, en su angustia, no de ser culpable, sino de ser considerado como tal, se convierte en culpable”.
La responsabilidad de los jueces es terrible porque clama, más ensordecedor que las manifestaciones de protesta o los motines, el silencio de los corderos.
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